Cover Page Image

Sobre La Libertad Cristiana

CARTA DE MARTÍN LUTERO AL PAPA LEÓN X.

DEDICATORIA

Entre los monstruosos males de esta época, contra los que he estado librando batalla desde hace ya tres años, me veo a veces obligado a volverte la mirada y a recordarte, santísimo padre León. En verdad, dado que en todas partes se te considera como la causa por la cual me he visto envuelto en esta lucha, no puedo dejar de tenerte presente; y aunque me he visto forzado, por el furor sin causa de tus impíos aduladores contra mí, a apelar de tu sede a un futuro concilio —sin temor alguno a los decretos inútiles de tus predecesores Pío y Julio, quienes en su necia tiranía prohibieron tal acción—, nunca me he sentido tan alejado de tu Beatitud como para no haber buscado con todas mis fuerzas, en ferviente oración y clamor a Dios, toda dádiva buena para ti y para tu Sede. Pero a quienes hasta ahora han intentado atemorizarme con la majestad de tu nombre y autoridad, he comenzado a despreciarlos por completo y a triunfar sobre ellos. Solo una cosa veo que aún me pesa, y esta ha sido la razón de escribir nuevamente a tu Beatitud: que se me imputa culpa, y que se me achaca como gran ofensa la temeridad con que, se dice, no he perdonado ni siquiera a tu persona.

Ahora bien, para confesar la verdad abiertamente, tengo la conciencia tranquila de que, siempre que he debido referirme a tu persona, no he dicho de ti sino cosas honorables y buenas. Si hubiese hecho lo contrario, de ningún modo podría aprobar mi conducta, y habría apoyado con todas mis fuerzas el juicio de esos hombres sobre mí; y nada me habría agradado más que retractarme de tal temeridad e impiedad. Te he llamado Daniel en Babilonia; y todo lector sabe con cuánta distinción y celo defendí tu notoria inocencia frente a Silvestre, quien trató de mancharla. En efecto, la opinión publicada de tantos hombres ilustres, y la fama de tu vida irreprochable, son demasiado reconocidas y reverenciadas en todo el mundo como para ser atacadas por ningún hombre, por grande que sea su nombre, ni por ningún arte. No soy tan necio como para atacar a quien todos alaban; es más, ha sido y seguirá siendo mi deseo no atacar ni siquiera a aquellos que la opinión pública desacredita. No me deleito con las faltas de ningún hombre, ya que soy muy consciente del gran madero en mi propio ojo, ni puedo ser el primero en arrojar la piedra contra la adúltera.

En verdad he arremetido con fuerza contra doctrinas impías, y no he sido lento en censurar a mis adversarios, no por su mala moral, sino por su impiedad. Y de esto, lejos de lamentarme, he llegado a despreciar el juicio de los hombres, y a perseverar en este vehemente celo, conforme al ejemplo de Cristo, quien, con celo, llama a sus adversarios generación de víboras, ciegos, hipócritas e hijos del diablo. También Pablo acusa al mago de ser hijo del diablo, lleno de toda astucia y maldad; y calumnia a ciertas personas como obreros del mal, perros y engañadores. A juicio de quienes tienen el oído delicado, nada podría ser más amargo o intemperante que el lenguaje de Pablo. ¿Y qué podría ser más agrio que las palabras de los profetas? Los oídos de nuestra generación se han vuelto tan delicados por la multitud insensata de aduladores, que, apenas percibimos que algo nuestro no es aprobado, clamamos que se nos está atacando con amargura; y cuando no podemos rechazar la verdad con ningún otro pretexto, escapamos acusando a nuestros adversarios de amargura, impaciencia e intemperancia. ¿De qué serviría la sal, si no fuese picante? ¿O el filo de la espada, si no cortara? Maldito sea el hombre que hace la obra del Señor con engaño.

Por tanto, excelentísimo León, te ruego que aceptes mi defensa, expresada en esta carta, y que te persuadas de que nunca he albergado pensamiento malo alguno respecto a tu persona; además, que soy alguien que desea que la bendición eterna recaiga sobre ti, y que no tengo disputa con ningún hombre en cuanto a las costumbres, sino únicamente en cuanto a la palabra de la verdad. En todo lo demás cedo de buen grado a cualquiera, pero en cuanto a la Palabra, no puedo ni quiero renunciar a ella ni negarla. Quien piense lo contrario de mí o haya interpretado mis palabras en otro sentido, no piensa con rectitud ni ha entendido la verdad.

Tu Sede, sin embargo, la llamada Corte de Roma, que ni tú ni ningún hombre puede negar que es más corrupta que cualquier Babilonia o Sodoma, y que creo, de hecho, sumida en una impiedad perdida, desesperada y sin esperanza, esa sí la he aborrecido de veras, y me he indignado de que el pueblo de Cristo sea engañado bajo tu nombre y bajo el pretexto de la Iglesia de Roma. Por ello he resistido, y seguiré resistiendo, mientras viva en mí el espíritu de la fe. No porque persiga imposibles, ni porque espere que con mis solos esfuerzos, frente a la furiosa oposición de tantos aduladores, pueda lograrse algún bien en esa Babilonia tan desordenada, sino porque me siento deudor para con mis hermanos, y estoy obligado a velar por ellos, para que menos de ellos se pierdan, o que su ruina no sea tan completa, a causa de las plagas de Roma. Pues desde hace muchos años no ha salido de Roma al mundo otra cosa —como bien sabes— que devastación de bienes, de cuerpos y de almas, y los peores ejemplos de todas las peores cosas. Estas cosas son más claras que la luz para todos los hombres; y la Iglesia de Roma, antes la más santa de todas, se ha convertido en la más impía guarida de ladrones, el más desvergonzado de todos los burdeles, el mismísimo reino del pecado, de la muerte y del infierno; de modo que ni siquiera el Anticristo, si llegara, podría añadir algo más a su maldad.

Mientras tanto, tú, León, estás sentado como un cordero en medio de lobos, como Daniel en medio de leones, y, con Ezequiel, habitas entre escorpiones. ¿Qué oposición puedes hacer tú solo a estos monstruosos males? Toma contigo tres o cuatro de los cardenales más sabios y virtuosos. ¿Qué son ellos entre tantos? Todos perecerían envenenados antes de que pudieran siquiera emprender la tarea de hallar un remedio. Todo ha terminado para la Corte de Roma; la ira de Dios ha caído sobre ella hasta lo más profundo. Aborrece los concilios, teme ser reformada, no puede refrenar la locura de su impiedad, cumple la sentencia pronunciada sobre su madre, de quien se dice: “Curamos a Babilonia, y no ha sanado; dejadla y vámonos cada uno a su tierra.” Era deber tuyo y de tus cardenales aplicar un remedio a estos males, pero esta gota se burla de la mano del médico, y el carro no obedece las riendas. Bajo estos sentimientos siempre he lamentado que tú, excelentísimo León, quien eras digno de una época mejor, hayas sido hecho Pontífice en esta. Porque la Corte romana no es digna de ti ni de los que son como tú, sino del mismo Satanás, quien en verdad gobierna más en esa Babilonia que tú mismo.

¡Oh, si al menos, dejando de lado esa gloria que tus enemigos más corruptos dicen que es tuya, vivieras más bien en el oficio de un simple sacerdote o en la herencia paterna! De esa gloria, nadie es digno de gloriarse, excepto la raza de Iscariote, los hijos de perdición. Porque ¿qué sucede en tu corte, León, sino que, cuanto más perverso y execrable es un hombre, más provechosamente puede valerse de tu nombre y autoridad para la ruina de los bienes y las almas de los hombres, para la multiplicación de crímenes, para la opresión de la fe y la verdad, y de toda la Iglesia de Dios? ¡Oh León! en realidad, el más desafortunado, y sentado en un trono sumamente peligroso… te digo la verdad, porque te deseo el bien; pues si Bernardo sintió compasión por su Anastasio en un tiempo en que la Sede Romana, aunque ya muy corrupta, gobernaba aún con mejor esperanza que ahora, ¿por qué no hemos de lamentarnos nosotros, a quienes en estos trescientos años nos ha sobrevenido tanta corrupción y ruina adicionales?

¿Acaso no es cierto que no hay nada bajo los vastos cielos más corrupto, más pestilente, más odioso que la Corte de Roma? Supera incomparablemente la impiedad de los turcos, de modo que en verdad ella, que antes fue la puerta del cielo, es ahora una especie de boca abierta del infierno, y tal boca que, bajo la presión de la ira de Dios, no puede ser cerrada; quedándonos solo una vía a nosotros, pobres hombres: llamar y salvar a unos pocos, si podemos, de ese abismo romano.

He aquí, León, mi padre, con qué propósito y bajo qué principio he arremetido contra esa sede de pestilencia. Estoy tan lejos de haber sentido furia alguna contra tu persona, que incluso esperaba ganarme tu favor, y contribuir a tu bienestar, atacando con decisión y energía esa que es tu prisión, más aún, tu infierno. Pues cualquier esfuerzo que puedan concebir todas las inteligencias contra la confusión de esa Corte impía será beneficioso para ti y para tu bienestar, y para el de muchos otros contigo. Quienes le hacen daño a ella están cumpliendo con tu deber; quienes la aborrecen en todos los sentidos están glorificando a Cristo; en resumen, los verdaderos cristianos son aquellos que no son romanos.

Pero, para decir aún más, ni siquiera se me había ocurrido arremeter contra la Corte de Roma, ni disputar en absoluto sobre ella. Pues, al ver que todos los remedios para su salud eran desesperados, la contemplé con desprecio y, entregándole un acta de divorcio, le dije: “El que es injusto, sea aún más injusto, y el que es inmundo, sea aún más inmundo”; y me entregué al estudio pacífico y tranquilo de la literatura sagrada, para que, mediante ello, pudiera ser útil a los hermanos que vivían a mi alrededor.

Mientras avanzaba algo en estos estudios, Satanás abrió los ojos y espoleó a su siervo Juan Eccio, ese notorio adversario de Cristo, movido por un desenfrenado deseo de fama, para arrastrarme inesperadamente a la arena, tratando de atraparme en una sola palabra sobre la primacía de la Iglesia de Roma, que se me había escapado al pasar. Ese jactancioso Traso, espumando y rechinando los dientes, proclamó que se atrevería a todo por la gloria de Dios y por el honor de la santa sede apostólica; y, siendo reprendido por el uso indebido que iba a hacer de tu poder, miraba hacia la victoria con total seguridad; buscando promover, no tanto la primacía de Pedro, como su propia preeminencia entre los teólogos de esta época; pues creía que esto contribuiría no poco a tal fin, si lograba llevar a Lutero en triunfo. El resultado, habiéndole sido desfavorable al sofista, lo atormenta con una rabia increíble; pues siente que todo el descrédito que ha caído sobre Roma por causa mía, ha sido provocado únicamente por su culpa.

Permíteme, te lo ruego, excelentísimo León, tanto defender mi causa como acusar a tus verdaderos enemigos. Creo que sabes bien de qué manera actuó conmigo el cardenal Cayetano, tu imprudente y desafortunado, o más bien infiel legado. Cuando, por respeto a tu nombre, me puse a mí mismo y todo lo mío en sus manos, no actuó de manera que pudiera establecer la paz, la cual habría podido lograr fácilmente con una sola palabra, ya que en ese momento yo prometía guardar silencio y dar fin al asunto, con tal de que él ordenara lo mismo a mis adversarios. Pero ese hombre altivo, no contento con este acuerdo, empezó a justificar a mis adversarios, a darles plena licencia, y a ordenarme que me retractara; lo cual, ciertamente, no estaba dentro de su encargo. Así fue como, cuando el caso se hallaba en la mejor disposición, cayó, por su molesta tiranía, en una situación mucho peor. Por tanto, todo lo que ha sucedido después no es culpa de Lutero, sino enteramente de Cayetano, pues no permitió que guardara silencio ni permaneciera tranquilo, como en aquel momento lo suplicaba con todas mis fuerzas. ¿Qué más me correspondía hacer?

Luego vino Carlos Miltitz, también nuncio de tu Beatitud. Él, aunque recorrió arriba y abajo con mucho y variado esfuerzo, y no omitió nada que pudiera contribuir a restablecer la causa, confundida por la temeridad y el orgullo de Cayetano, apenas logró, incluso con la ayuda de aquel ilustre príncipe el Elector Federico, llevar a cabo más de una conferencia privada conmigo. En ellas, una vez más, cedí ante tu gran nombre, y estaba dispuesto a guardar silencio y a aceptar como juez al arzobispo de Tréveris o al obispo de Naumburgo; y así se hizo y se acordó. Mientras esto se realizaba con buenas esperanzas de éxito, ¡he aquí que ese otro y mayor enemigo tuyo, Eccio, irrumpe con su disputa de Leipzig, que había emprendido contra Carlstadt, y, al abordar una nueva cuestión sobre la primacía del Papa, volvió sus armas inesperadamente contra mí, y echó por tierra por completo el plan de paz! Mientras tanto, Carlos Miltitz esperaba, se celebraban disputas, se elegían jueces, pero no se llegaba a ninguna decisión. Y no es de extrañar; porque, por las falsedades, fingimientos y artes de Eccio, todo el asunto cayó en tal desorden, confusión y podredumbre, que, se inclinara la sentencia hacia donde se inclinase, era seguro que estallaría una mayor conflagración; pues no buscaba la verdad, sino su propio prestigio. También en este caso no omití nada de lo que era mi deber hacer.

Confieso que, en esta ocasión, salió a la luz no poca parte de las corrupciones de Roma; pero, si en ello hubo alguna ofensa, fue culpa de Eccio, quien, al tomar sobre sí una carga superior a sus fuerzas, y al aspirar furiosamente a su propia gloria, dejó al descubierto ante el mundo entero la deshonra de Roma.

He aquí a ese enemigo tuyo, León, o más bien, enemigo de tu Corte; por su ejemplo solamente podemos aprender que no hay enemigo más dañino que un adulador. Porque, ¿qué logró con sus adulaciones, sino males que ningún rey habría podido causar? Hoy el nombre de la Corte de Roma apesta en las narices del mundo, la autoridad papal se debilita, y su notoria ignorancia es objeto de vituperio. Nada de esto estaríamos oyendo si Eccio no hubiese perturbado los planes de paz entre Miltitz y yo. Él mismo lo percibe claramente, con la indignación que muestra, demasiado tarde y en vano, por la publicación de mis libros. Debería haberlo reflexionado en el momento en que estaba enloquecido por la fama, y no buscaba en tu causa otra cosa que su propio beneficio, y eso con el mayor peligro para ti. El necio creyó que, por temor a tu nombre, yo cedería y guardaría silencio; pues no creo que se apoyara en sus talentos o erudición. Ahora, cuando ve que hablo con plena confianza y en voz alta, se arrepiente demasiado tarde de su temeridad y ve —si es que en verdad lo ve— que hay Uno en los cielos que resiste a los soberbios y humilla a los presuntuosos.

Puesto que, entonces, no logramos otra cosa con esta disputa que aumentar la confusión de la causa de Roma, Carlos Miltitz se dirigió por tercera vez a los Padres de la Orden, reunidos en capítulo, y solicitó su consejo para resolver el asunto, ya en un estado sumamente confuso y peligroso. Como, por el favor de Dios, no había esperanza de proceder contra mí por la fuerza, algunos de los más distinguidos entre ellos fueron enviados a mí, y me rogaron que al menos mostrara respeto por tu persona, y que defendiera en una carta humilde tanto tu inocencia como la mía. Dijeron que el asunto no se encontraba aún en una situación completamente desesperada, si León X, en su natural benignidad, ponía su mano en él. Ante esto yo, que siempre he ofrecido y deseado la paz, para poder entregarme a ocupaciones más tranquilas y útiles, y que precisamente por ese motivo he actuado con tanto ardor y vehemencia, con el fin de abatir con la fuerza y el ímpetu de mis palabras, así como de mis sentimientos, a hombres que veía muy inferiores a mí —yo, digo, no solo accedí gustosamente, sino que incluso lo acepté con alegría y gratitud, como la mayor bondad y beneficio, si tú creyeras justo satisfacer mis esperanzas.

Así vengo, santísimo Padre, y con toda humildad te ruego que, si es posible, pongas tu mano y pongas freno a esos aduladores que, mientras aparentan paz, son enemigos de la paz. Pero no hay razón alguna, santísimo Padre, para que nadie suponga que debo pronunciar una retractación, a menos que prefiera sumir el caso en una confusión aún mayor. Además, no puedo soportar leyes para la interpretación de la Palabra de Dios, pues la Palabra de Dios, que enseña libertad en todas las demás cosas, no debe ser encadenada. Dicho esto, no hay nada que no esté dispuesto y ansioso por hacer o padecer. Aborrezco la contienda; no desafiaré a nadie; en respuesta, no deseo ser desafiado; pero, si soy desafiado, no guardaré silencio en la causa de Cristo mi Señor. Pues tu Beatitud podrá, con una palabra breve y sencilla, atraer estas controversias a tu presencia y sofocarlas; e imponer silencio y paz a ambas partes; palabra que siempre he anhelado oír.

Por tanto, León, mi padre, cuídate de escuchar a esas Sirenas que te hacen pasar no simplemente por un hombre, sino en parte por un dios, de modo que puedas mandar y exigir cuanto quieras. No sucederá así, ni saldrás victorioso. Eres el siervo de los siervos, y, más que ningún otro hombre, estás en una posición sumamente lamentable y peligrosa. No te dejen engañar esos hombres que fingen que eres señor del mundo; que no permiten que nadie sea cristiano sin tu autoridad; que parlotean diciendo que tienes poder sobre el cielo, el infierno y el purgatorio. Esos hombres son tus enemigos y buscan tu alma para destruirla, como dice Isaías: “Pueblo mío, los que te llaman bienaventurado, ellos mismos te engañan.” Están en error quienes te elevan por encima de los concilios y de la Iglesia universal. Están en error quienes te atribuyen solo a ti el derecho de interpretar las Escrituras. Todos estos hombres buscan establecer sus propias impiedades en la Iglesia bajo tu nombre, y ¡ay!, Satanás ha ganado mucho a través de ellos en tiempos de tus predecesores.

En resumen, no confíes en quienes te exaltan, sino en quienes te humillan. Porque este es el juicio de Dios: “Derribó del trono a los poderosos, y exaltó a los humildes.” Mira cuán distinto fue Cristo de Sus sucesores, aunque todos pretenden ser Sus vicarios. Temo que, en verdad, muchos de ellos lo han sido en un sentido demasiado serio, pues un vicario representa a un príncipe ausente. Ahora bien, si un Pontífice gobierna mientras Cristo está ausente y no habita en su corazón, ¿qué otra cosa es sino un vicario de Cristo? ¿Y qué es entonces esa Iglesia sino una multitud sin Cristo? ¿Qué otra cosa es tal vicario sino el Anticristo y un ídolo? Con cuánta mayor justicia hablaban los Apóstoles, que se llamaban a sí mismos siervos de un Cristo presente, no vicarios de uno ausente.

Quizá parezca desvergonzadamente atrevido que yo, quien debería ser enseñado por todos los hombres y de quien —según se jactan esas plagas tuyas— los tronos de los jueces reciben su sentencia, me atreva a enseñar a tan alto cabeza; pero imito a San Bernardo en su libro sobre las “Consideraciones” dirigido a Eugenio, un libro que debería ser aprendido de memoria por todo Pontífice. No lo hago por deseo de enseñar, sino por deber, desde esa simple y fiel solicitud que nos impulsa a preocuparnos por todo lo que sea seguro para nuestro prójimo, y que no permite considerar la dignidad o indignidad, sino solo los peligros o beneficios de los demás. Porque, sabiendo que tu Beatitud es empujada y sacudida por las olas en Roma, mientras las profundidades del mar te oprimen con infinitos peligros, y que sufres tal condición de miseria que necesitas incluso la menor ayuda del más pequeño hermano, no me parece que actúe indebidamente si olvido tu majestad hasta cumplir con el deber de la caridad. No halagaré en asunto tan serio y peligroso; y si en esto no ves que soy tu amigo y tu más fiel súbdito, hay Uno que lo ve y juzga.

Finalmente, para no acercarme a ti con las manos vacías, Padre Bendito, traigo conmigo este pequeño tratado, publicado bajo tu nombre, como buen augurio del establecimiento de la paz y de una esperanza favorable. En él podrás ver en qué ocupaciones preferiría y podría entregarme con mayor provecho, si se me permitiera, o si hasta ahora se me hubiera permitido, por tus impíos aduladores. Es cosa pequeña, si se mira por fuera, pero, si no me engaño, es un compendio de la vida cristiana reunido en breve espacio, si se capta su sentido. Yo, en mi pobreza, no tengo otro presente que ofrecerte; ni necesitas otra cosa que ser enriquecido con un don espiritual. Me encomiendo a tu Paternidad y Beatitud, a quien el Señor Jesús conserve para siempre. Amén.

Wittenberg; 6 de septiembre de 1520.

SOBRE LA LIBERTAD CRISTIANA

La fe cristiana ha parecido a muchos algo sencillo; es más, no pocos incluso la consideran una especie de virtud social; y esto lo hacen porque no la han puesto a prueba en la experiencia, y nunca han probado cuán eficaz es. Pues no es posible que ningún hombre escriba bien sobre ella, ni entienda bien lo que ha sido correctamente escrito, si no ha probado alguna vez su espíritu bajo la presión de la tribulación. Mientras que aquel que la ha probado, aunque sea en mínima medida, nunca podrá escribir, hablar, pensar ni oír lo suficiente sobre ella. Porque es una fuente viva que brota para vida eterna, como la llama Cristo en el capítulo 4 del evangelio de San Juan.

Ahora bien, aunque no puedo jactarme de mi abundancia, y aunque sé cuán pobremente dotado estoy, espero sin embargo que, después de haber sido probado por diversas tentaciones, he alcanzado una pequeña gota de fe, y que puedo hablar sobre este asunto, si no con mayor elegancia, sí con mayor solidez que aquellos disputadores literales y demasiado sutiles que hasta ahora han hablado de ella sin entender sus propias palabras. Para abrir, entonces, un camino más fácil a los ignorantes —pues a ellos solamente intento servir—, propongo primero estas dos afirmaciones, acerca de la libertad y la servidumbre espiritual:

El cristiano es el señor más libre de todos, y no está sujeto a nadie; el cristiano es el siervo más dispuesto de todos, y está sujeto a todos.

Aunque estas afirmaciones parecen contradictorias, cuando se demuestra que concuerdan, son de gran utilidad para mi propósito. Ambas son declaraciones del mismo Pablo, quien dice: “Siendo libre de todos, me he hecho siervo de todos” (1 Cor. 9:19), y: “No debáis a nadie nada, sino el amaros unos a otros” (Rom. 13:8). Ahora bien, el amor es por su propia naturaleza servicial y obediente con el objeto amado. Así también Cristo, aunque Señor de todas las cosas, fue hecho de mujer; hecho bajo la ley; a la vez libre y siervo; a la vez en forma de Dios y en forma de siervo.

Examinemos el tema desde un principio más profundo y menos simple. El ser humano está compuesto por una doble naturaleza, espiritual y corporal. En cuanto a la naturaleza espiritual, que llaman alma, se le llama el hombre espiritual, interior, nuevo; en cuanto a la naturaleza corporal, que llaman carne, se le llama el hombre carnal, exterior, viejo. El Apóstol habla de esto: “Aunque nuestro hombre exterior se va desgastando, el interior no obstante se renueva de día en día” (2 Cor. 4:16). El resultado de esta diversidad es que en las Escrituras se hacen afirmaciones opuestas sobre un mismo hombre; el hecho es que en el mismo hombre estos dos hombres se oponen mutuamente; la carne desea contra el espíritu, y el espíritu contra la carne (Gál. 5:17).

Abordemos primero el tema del hombre interior, para ver por qué medio el hombre se vuelve justificado, libre y un verdadero cristiano; es decir, un hombre espiritual, nuevo e interior. Es seguro que absolutamente nada de lo exterior, sea cual sea el nombre bajo el que se lo clasifique, tiene peso alguno para producir un estado de justificación y libertad cristiana, ni, por el contrario, un estado de injusticia y esclavitud. Esto puede demostrarse fácilmente mediante una simple argumentación.

¿De qué le sirve al alma que el cuerpo esté en buena condición, libre y lleno de vida; que coma, beba y actúe según su placer; cuando incluso los más impíos esclavos de toda clase de vicios prosperan en estas cosas? De nuevo, ¿qué daño pueden hacerle al alma la mala salud, la esclavitud, el hambre, la sed o cualquier otro mal externo, cuando incluso los más piadosos de los hombres, y los más libres en la pureza de su conciencia, se ven acosados por estas cosas? Ninguno de estos estados tiene que ver con la libertad o la esclavitud del alma.

Y así, no aprovechará en nada que el cuerpo esté adornado con vestiduras sagradas, o que habite en lugares santos, o que se ocupe en oficios sagrados, o que ore, ayune y se abstenga de ciertos alimentos, o que haga cualquier otra obra que pueda hacerse mediante el cuerpo y en el cuerpo. Algo muy distinto será necesario para la justificación y libertad del alma, puesto que las cosas de las que he hablado pueden ser hechas por cualquier impío, y la devoción a ellas solo produce hipócritas. Por otro lado, no dañará en absoluto al alma que el cuerpo esté vestido con ropas profanas, que habite en lugares profanos, que coma y beba de manera ordinaria, que no ore en voz alta, y que deje sin hacer todas las cosas mencionadas anteriormente, que también pueden ser realizadas por hipócritas.


Y, dejando todo a un lado, incluso las especulaciones, meditaciones y cualquier cosa que pueda realizarse mediante los esfuerzos del alma misma, no son de ningún provecho. Una sola cosa, y solo una, es necesaria para la vida, la justificación y la libertad cristiana; y esa es la santísima palabra de Dios, el Evangelio de Cristo, como Él dice: “Yo soy la resurrección y la vida; el que cree en mí, no morirá eternamente” (Juan 11:25); y también (Juan 8:36): “Si el Hijo os libertare, seréis verdaderamente libres”; y (Mateo 4:4): “No solo de pan vivirá el hombre, sino de toda palabra que sale de la boca de Dios.”

Tengamos, por tanto, por cierto y firmemente establecido, que el alma puede prescindir de todo, excepto de la palabra de Dios, sin la cual ninguno de sus deseos se ve satisfecho. Pero teniendo la palabra, es rica y no le falta nada; ya que esa es la palabra de vida, de verdad, de luz, de paz, de justificación, de salvación, de gozo, de libertad, de sabiduría, de virtud, de gracia, de gloria y de todo bien. Por eso el profeta, en todo un salmo (Salmo 119), y en muchos otros lugares, suspira por la palabra de Dios y la invoca con tantos gemidos y palabras.

Asimismo, no hay golpe más cruel de la ira de Dios que cuando Él envía hambre de oír su palabra (Amós 8:11); así como no hay mayor favor de su parte que el envío de su palabra, como está dicho: “Envió su palabra, y los sanó, y los libró de su ruina.” (Salmo 107:20.) Cristo no fue enviado para otro oficio que el de la palabra, y el orden de los apóstoles, el de los obispos, y el de todo el cuerpo del clero han sido llamados e instituidos con ningún otro fin que el ministerio de la palabra.

Pero preguntarás: “¿Cuál es esa palabra y por qué medio debe usarse, dado que hay tantas palabras de Dios?” Respondo: el apóstol Pablo (Romanos 1) explica cuál es, a saber, el Evangelio de Dios, concerniente a su Hijo, encarnado, sufriente, resucitado y glorificado por medio del Espíritu, el santificador. Predicar a Cristo es alimentar el alma, justificarla, liberarla y salvarla, si cree en la predicación. Porque solo la fe, y el uso eficaz de la palabra de Dios, traen salvación. “Si confesares con tu boca que Jesús es el Señor, y creyeres en tu corazón que Dios le levantó de los muertos, serás salvo.” (Romanos 10:9.) Y también: “Cristo es el fin de la ley para justicia a todo aquel que cree” (Romanos 10:4); y “El justo por la fe vivirá.” (Romanos 1:17.) Porque la palabra de Dios no puede ser recibida ni honrada por ninguna obra, sino solo por la fe. Por tanto, está claro que, así como el alma necesita únicamente la palabra para vida y justificación, así también es justificada solo por la fe y no por ninguna obra. Porque si pudiera ser justificada por cualquier otro medio, no necesitaría de la palabra, ni en consecuencia de la fe.

Pero esta fe no puede coexistir en absoluto con las obras; es decir, si imaginas que puedes ser justificado por esas obras, cualesquiera que sean, junto con la fe. Porque eso sería titubear entre dos opiniones, adorar a Baal y besarle la mano, lo cual es una grandísima iniquidad, como dice Job. Por tanto, cuando comienzas a creer, aprendes al mismo tiempo que todo lo que hay en ti es completamente culpable, pecaminoso y condenable; conforme a lo que dice: “Por cuanto todos pecaron y están destituidos de la gloria de Dios.” (Romanos 3:23.) Y también: “No hay justo, ni aun uno; no hay quien entienda, no hay quien busque a Dios. Todos se desviaron, a una se hicieron inútiles; no hay quien haga lo bueno, no hay ni siquiera uno.” (Romanos 3:10-12.) Cuando hayas aprendido esto, sabrás que Cristo te es necesario, ya que ha padecido y resucitado por ti, para que, creyendo en Él, por esa fe seas hecho otro hombre, siendo perdonados todos tus pecados, y siendo justificado por los méritos de otro, a saber, únicamente de Cristo.

Puesto que esta fe solo puede reinar en el hombre interior, como está dicho: “Con el corazón se cree para justicia” (Romanos 10:10); y dado que solo ella justifica, es evidente que por ninguna obra ni esfuerzo exterior puede el hombre interior ser justificado, hecho libre y salvado; y que ninguna obra en absoluto tiene relación con él. Y así, por otro lado, es únicamente por la impiedad e incredulidad del corazón que se hace culpable, esclavo del pecado y merecedor de condenación; no por ningún pecado u obra exterior. Por tanto, el primer cuidado de todo cristiano debe ser desechar toda confianza en las obras y fortalecer su fe únicamente, más y más, y por medio de ella crecer en el conocimiento, no de las obras, sino de Jesucristo, quien ha padecido y resucitado por él; como enseña Pedro, al no reconocer otra obra como cristiana. Así también Cristo, cuando los judíos le preguntaron qué debían hacer para obrar las obras de Dios, rechazó la multitud de obras con las que vio que se envanecían, y les mandó una sola cosa, diciendo: “Esta es la obra de Dios: que creáis en aquel que Él ha enviado, porque a éste ha sellado Dios el Padre.” (Juan 6:27, 29)

De ahí que una fe recta en Cristo sea un tesoro incomparable, que conlleva consigo la salvación universal y preserva de todo mal, como está dicho: “El que creyere y fuere bautizado será salvo; mas el que no creyere, será condenado.” (Marcos 16:16) Isaías, al contemplar este tesoro, predijo: “La destrucción decretada rebosará en justicia. Porque el Señor Dios de los ejércitos ejecutará la destrucción ya determinada en medio de toda la tierra.” (Isaías 10:22-23) Como si dijera: “La fe, que es el cumplimiento breve y completo de la ley, llenará de tal justicia a los que creen, que no necesitarán nada más para su justificación.” Así también dice Pablo: “Con el corazón se cree para justicia.” (Romanos 10:10)

Pero preguntarás cómo puede ser que la fe por sí sola justifique y otorgue, sin obras, un tesoro tan grande de bienes, cuando tantas obras, ceremonias y leyes se nos prescriben en las Escrituras. Respondo: ante todo ten presente lo que ya he dicho, que solo la fe, sin obras, justifica, libera y salva, como lo mostraré con mayor claridad más adelante.

Mientras tanto, conviene notar que toda la Escritura de Dios se divide en dos partes: preceptos y promesas. Los preceptos ciertamente nos enseñan lo que es bueno, pero lo que enseñan no se cumple de inmediato. Pues nos muestran lo que debemos hacer, pero no nos dan la capacidad para hacerlo. Fueron ordenados, sin embargo, con el propósito de mostrar al hombre su propia condición, para que, por medio de ellos, aprenda su impotencia para el bien y desespere de su propia fuerza. Por esta razón se los llama Antiguo Testamento, y con razón.

Por ejemplo: “No codiciarás” es un precepto mediante el cual todos somos convictos de pecado, ya que ningún hombre puede dejar de codiciar, por mucho esfuerzo que haga en contrario. Para que, por tanto, cumpla el precepto y no codicie, se ve obligado a desesperar de sí mismo y a buscar en otro lugar y por medio de otro la ayuda que no puede hallar en sí; como está dicho: “Oh Israel, tú te has destruido a ti mismo; mas en mí está tu ayuda.” (Oseas 13:9) Lo que ocurre con este único precepto, ocurre con todos; pues todos son igualmente imposibles de cumplir para nosotros.

Ahora bien, cuando el hombre, mediante los preceptos, ha aprendido su impotencia y se siente angustiado buscando cómo satisfacer la ley —pues la ley debe cumplirse, de modo que ni una tilde ni una letra pasen de ella; de lo contrario, debe ser condenado sin remedio—, entonces, verdaderamente humillado y reducido a nada ante sus propios ojos, no halla en sí ningún recurso para su justificación y salvación.

Entonces entra en juego esa otra parte de la Escritura: las promesas de Dios, que declaran la gloria de Dios y dicen: “Si deseas cumplir la ley y, como ella exige, no codiciar, ¡he aquí! cree en Cristo, en quien se te prometen gracia, justificación, paz y libertad.” Todas estas cosas las tendrás si crees, y estarás sin ellas si no crees. Porque lo que te es imposible mediante todas las obras de la ley —que son muchas y, sin embargo, inútiles— lo cumplirás de manera fácil y resumida por medio de la fe; porque Dios Padre ha hecho que todo dependa de la fe, de modo que quien la tiene, lo tiene todo, y quien no la tiene, no tiene nada. “Porque Dios encerró a todos en desobediencia, para tener misericordia de todos.” (Romanos 11:32) Así, las promesas de Dios otorgan lo que los preceptos exigen, y cumplen lo que la ley manda; de modo que todo proviene solo de Dios, tanto los preceptos como su cumplimiento. Él solo manda. Él solo también cumple. Por lo tanto, las promesas de Dios pertenecen al Nuevo Testamento; es más, son el Nuevo Testamento.

Ahora bien, dado que estas promesas de Dios son palabras de santidad, verdad, justicia, libertad y paz, y están llenas de toda bondad, el alma que se adhiere a ellas con fe firme se une de tal manera a ellas —es más, queda completamente absorbida por ellas— que no solo participa de sus virtudes, sino que es penetrada y saturada por todas ellas. Porque si el solo toque de Cristo era sanador, cuánto más ese toque espiritual tan tierno —más aún, la absorción de la palabra— comunica al alma todo lo que pertenece a la palabra. De este modo, por tanto, el alma, por la fe sola, sin obras, es justificada, santificada, dotada de verdad, paz y libertad por la palabra de Dios, y colmada de todo bien, siendo verdaderamente hecha hija de Dios; como está dicho: “A los que creen en su nombre, les dio potestad de ser hechos hijos de Dios.” (Juan 1:12)

De todo esto es fácil entender por qué la fe tiene tanto poder y por qué ninguna obra buena, ni todas juntas, pueden compararse con ella; ya que ninguna obra puede adherirse a la palabra de Dios ni habitar en el alma. Solo la fe y la palabra reinan en ella; y según es la palabra, así es el alma formada por ella; como el hierro expuesto al fuego resplandece como fuego, debido a su unión con el fuego. Queda claro, entonces, que para el cristiano su fe le basta para todo, y que no necesita obras para su justificación. Pero si no necesita obras, tampoco necesita la ley; y, si no necesita la ley, ciertamente está libre de la ley, y se cumple lo que dice la Escritura: “La ley no fue dada para el justo.” (1 Timoteo 1:9) Esta es la libertad cristiana, nuestra fe, cuyo efecto no es que llevemos una vida descuidada o mala, sino que nadie necesita de la ley ni de las obras para justificación y salvación.

Consideremos esto como la primera virtud de la fe; y veamos también la segunda. Esta también es una función de la fe: que honra con la mayor veneración y estima a aquel en quien cree, pues lo tiene por veraz y digno de confianza. Porque no hay mayor honor que aquel que consiste en atribuir verdad y justicia, con el cual honramos a aquel en quien creemos. ¿Qué mérito más alto podemos atribuir a alguien que la verdad, la justicia y la bondad absoluta? Por otro lado, es la mayor afrenta tildar a alguien de mentiroso e injusto, o sospechar que lo sea, como hacemos cuando no le creemos.

Así, el alma, al creer firmemente en las promesas de Dios, lo considera veraz y justo; y no puede atribuirle a Dios una gloria mayor que el crédito de ser así. El más alto culto a Dios consiste en atribuirle verdad, justicia y todas las cualidades que debemos atribuir a aquel en quien creemos. Al hacer esto, el alma muestra estar dispuesta a hacer toda su voluntad; al hacer esto, santifica su nombre y se entrega a ser tratada como a Dios le plazca. Porque se aferra a sus promesas y no duda nunca de que Él es verdadero, justo y sabio, y que hará, dispondrá y proveerá todo de la mejor manera. ¿No es acaso tal alma, en su fe, la más obediente a Dios en todas las cosas? ¿Qué mandamiento queda que no haya sido ampliamente cumplido por tal obediencia? ¿Y qué cumplimiento puede ser más pleno que la obediencia universal? Ahora bien, esto no se logra mediante las obras, sino solo por la fe.

Por otro lado, ¿qué mayor rebelión, impiedad o afrenta contra Dios puede haber que no creer en sus promesas? ¿Qué otra cosa es esto, sino hacer a Dios mentiroso, o dudar de su verdad —es decir, atribuirnos a nosotros la verdad y a Dios la falsedad y la ligereza? ¿No está el hombre, al hacer esto, negando a Dios y erigiéndose en un ídolo en su propio corazón? ¿De qué pueden servirnos entonces las obras hechas en tal estado de impiedad, aunque fueran obras angelicales o apostólicas? Con razón Dios encerró a todos —no en ira ni en lujuria— sino en incredulidad; para que quienes pretenden cumplir la ley mediante obras de pureza y benevolencia (que son virtudes sociales y humanas), no se imaginen que por ello serán salvos; sino que, al estar incluidos en el pecado de incredulidad, busquen misericordia o sean justamente condenados.

Pero cuando Dios ve que se le atribuye la verdad, y que en la fe de nuestros corazones se le honra con todo el honor que merece, entonces Él, en reciprocidad, nos honra por causa de esa fe, atribuyéndonos verdad y justicia. Porque la fe produce verdad y justicia, al dar a Dios lo que le pertenece; y, por tanto, Dios devuelve gloria a nuestra justicia. Es cosa verdadera y justa que Dios sea veraz y justo; y confesar esto y atribuírselo es ser nosotros mismos verdaderos y justos. Así dice Él: “A los que me honran, yo los honraré; y los que me desprecian serán tenidos en poco.” (1 Samuel 2:30) Y así dice también Pablo que la fe de Abraham le fue contada por justicia, porque mediante ella dio gloria a Dios; y que también a nosotros nos será contada por justicia, si creemos. (Romanos 4)

La tercera gracia incomparable de la fe es esta: que une el alma a Cristo, como la esposa al esposo; por este misterio, como enseña el Apóstol, Cristo y el alma se hacen una sola carne. Ahora bien, si son una sola carne, y si entre ellos se consuma un verdadero matrimonio —es más, el más perfecto de todos los matrimonios (pues los matrimonios humanos no son sino débiles figuras de este gran matrimonio)—, entonces se sigue que todo lo que tienen pasa a ser común, tanto lo bueno como lo malo; de modo que todo lo que Cristo posee puede la alma creyente tomarlo para sí y gloriarse de ello como propio, y todo lo que pertenece al alma, Cristo lo reclama como suyo.

Si comparamos estas posesiones, veremos cuán inestimable es la ganancia. Cristo está lleno de gracia, vida y salvación; el alma está llena de pecado, muerte y condenación. Que entre en acción la fe, y entonces el pecado, la muerte y el infierno pertenecerán a Cristo, y la gracia, la vida y la salvación al alma. Pues, si Él es esposo, debe necesariamente asumir aquello que es de su esposa, y, al mismo tiempo, impartirle a ella lo que es suyo. Porque, al entregarle su propio cuerpo y a sí mismo, ¿cómo no le dará todo lo que es suyo? Y al tomar para sí el cuerpo de su esposa, ¿cómo no tomará también todo lo que es de ella?

En esto se manifiesta la imagen deleitosa no solo de la comunión, sino de un combate victorioso, de victoria, salvación y redención. Porque, siendo Cristo Dios y hombre, y siendo tal persona que no ha pecado, ni muere, ni es condenado —es más, no puede pecar, morir ni ser condenado—; y siendo su justicia, vida y salvación invencibles, eternas y todopoderosas; cuando, digo, tal persona, por el anillo nupcial de la fe, toma parte en los pecados, la muerte y el infierno de su esposa —es más, los hace suyos, y los trata no de otro modo que si fueran suyos, como si Él mismo hubiese pecado—, y cuando sufre, muere y desciende al infierno para vencer todas las cosas, ya que el pecado, la muerte y el infierno no pueden devorarlo, forzosamente deben ser devorados por Él en un conflicto asombroso. Porque su justicia se eleva por encima de los pecados de todos los hombres; su vida es más poderosa que toda muerte; su salvación es más invencible que todo el infierno.

Así, el alma creyente, por el vínculo de su fe en Cristo, queda libre de todo pecado, sin temor a la muerte, a salvo del infierno, y dotada de la justicia, vida y salvación eternas de su esposo Cristo. De este modo, Él se presenta a sí mismo una esposa gloriosa, sin mancha ni arruga, purificándola con el lavamiento del agua por la palabra; es decir, por la fe en la palabra de vida, justicia y salvación. Así la desposa consigo “con fidelidad, en justicia, en juicio, en amor y en misericordias.” (Oseas 2:19–20)

¿Quién, entonces, puede valorar suficientemente estas nupcias reales? ¿Quién puede comprender las riquezas de la gloria de esta gracia?

Cristo, ese esposo rico y piadoso, toma por esposa a una ramera necesitada e impía, redimiéndola de todos sus males y proveyéndola de todos sus bienes. Es imposible ahora que sus pecados la destruyan, pues han sido puestos sobre Cristo y absorbidos por Él, y puesto que ella posee en su esposo Cristo una justicia que puede reclamar como propia, y con la cual puede oponerse con confianza a todos sus pecados, a la muerte y al infierno, diciendo: “Si he pecado, mi Cristo, en quien creo, no ha pecado; todo lo mío es suyo, y todo lo suyo es mío”; como está escrito: “Mi amado es mío, y yo soy suya.” (Cantares 2:16) Esto es lo que dice Pablo: “Gracias sean dadas a Dios, que nos da la victoria por medio de nuestro Señor Jesucristo”; victoria sobre el pecado y la muerte, como dice: “El aguijón de la muerte es el pecado, y el poder del pecado, la ley.” (1 Corintios 15:56–57)

De todo esto entenderás nuevamente por qué se le atribuye tanta importancia a la fe, de modo que solo ella puede cumplir la ley y justificar sin ninguna obra. Porque ves que el primer mandamiento, que dice: “Adorarás solamente a un Dios,” se cumple solo por la fe. Aunque fueras puro en obras desde la planta del pie hasta la coronilla, no estarías adorando a Dios ni cumpliendo el primer mandamiento, ya que es imposible adorar a Dios sin atribuirle la gloria de la verdad y de toda bondad, como en verdad se le debe atribuir. Ahora bien, esto no se hace mediante obras, sino solo por la fe del corazón. No es obrando, sino creyendo, como glorificamos a Dios y lo confesamos como veraz. Por eso la fe es la única justicia del hombre cristiano y el cumplimiento de todos los mandamientos. Porque para aquel que cumple el primero, cumplir todos los demás resulta fácil.

Las obras, por ser cosas sin razón, no pueden glorificar a Dios; aunque pueden hacerse para la gloria de Dios, si la fe está presente. Pero aquí no estamos indagando sobre la calidad de las obras hechas, sino sobre aquel que las hace, quien glorifica a Dios y produce buenas obras. Esto es la fe del corazón, la cabeza y sustancia de toda nuestra justicia. Por tanto, es una doctrina ciega y peligrosa la que enseña que los mandamientos se cumplen por obras. Los mandamientos deben haberse cumplido antes de cualquier buena obra, y las buenas obras siguen al cumplimiento de ellos, como veremos.

Pero para tener una visión más amplia de esa gracia que nuestro hombre interior posee en Cristo, debemos saber que en el Antiguo Testamento Dios santificó para sí a todo primogénito varón. El derecho de primogenitura tenía gran valor, otorgando superioridad sobre los demás por el doble honor del sacerdocio y la realeza. Pues el hermano primogénito era sacerdote y señor de todos los demás.

Bajo esta figura se prefiguraba a Cristo, el verdadero y único primogénito de Dios Padre y de la Virgen María, y verdadero rey y sacerdote, no en un sentido carnal y terrenal. Porque su reino no es de este mundo; reina y actúa como sacerdote en cosas celestiales y espirituales; y estas son la justicia, la verdad, la sabiduría, la paz, la salvación, etc. No es que todas las cosas, incluso las de la tierra y el infierno, no le estén sujetas —pues de otro modo, ¿cómo podría defendernos y salvarnos de ellas?—, pero su reino no consiste en estas cosas ni se sostiene por medio de ellas.

Así también, su sacerdocio no consiste en exhibiciones exteriores de vestiduras y gestos, como el sacerdocio humano de Aarón y nuestro sacerdocio eclesiástico actual, sino en cosas espirituales, en las cuales, en su oficio invisible, intercede por nosotros ante Dios en el cielo, y allí se ofrece a sí mismo, cumpliendo todos los deberes de un sacerdote; como lo describe Pablo a los Hebreos bajo la figura de Melquisedec. Y no solo ora e intercede por nosotros; también nos enseña interiormente en el espíritu con las enseñanzas vivas de su Espíritu. Ahora bien, estos son los dos oficios propios del sacerdote, como se nos figura en los sacerdotes carnales mediante oraciones y sermones visibles.

Así como Cristo, por derecho de nacimiento, ha obtenido estas dos dignidades, así también las imparte y comunica a todo creyente en Él, bajo esa ley del matrimonio de la que hablamos antes, por la cual todo lo que es del esposo también es de la esposa. Por tanto, todos los que creemos en Cristo somos reyes y sacerdotes en Cristo, como está dicho: “Vosotros sois linaje escogido, real sacerdocio, nación santa, pueblo adquirido por Dios, para que anunciéis las virtudes de aquel que os llamó de las tinieblas a su luz admirable.” (1 Pedro 2:9)

Estas dos cosas se entienden así. Primero, en cuanto a la realeza, todo cristiano, por la fe, es tan exaltado sobre todas las cosas que, en poder espiritual, es completamente señor de todas las cosas; de modo que nada en absoluto puede dañarlo; es más, todo está sujeto a él y forzado a servir a su salvación. Así dice Pablo: “Todas las cosas cooperan para bien a los que son llamados” (Romanos 8:28); y también: “Sea la vida, sea la muerte, sea lo presente, sea lo por venir; todo es vuestro, y vosotros de Cristo.” (1 Corintios 3:22–23)

No porque en el sentido de poder corporal se haya designado a algún cristiano para poseer y gobernar todas las cosas, según la idea loca y sin sentido de ciertos eclesiásticos. Ese es el oficio de los reyes, príncipes y hombres sobre la tierra. En la experiencia de la vida vemos que estamos sujetos a todas las cosas y sufrimos muchas cosas, incluso la muerte. Es más, cuanto más cristiano es un hombre, a tantos más males, sufrimientos y muertes está sujeto; como lo vemos en primer lugar en Cristo, el primogénito, y en todos sus santos hermanos.

Este es un poder espiritual, que reina en medio de los enemigos y es poderoso en medio de la angustia. Y esto no es otra cosa que aquella fuerza que se perfecciona en la debilidad, y que me permite convertir todas las cosas en provecho de mi salvación; de modo que incluso la cruz y la muerte están forzadas a servirme y a cooperar para mi bien. Esta es una dignidad elevada y eminente, un verdadero y todopoderoso dominio, un imperio espiritual, en el cual no hay nada tan bueno ni tan malo que no obre para mi bien, si tan solo creo. Y sin embargo, no hay nada que yo necesite —pues la fe sola basta para mi salvación— salvo que, en ella, la fe ejerza el poder y el imperio de su libertad. Este es el poder y la libertad inestimables de los cristianos.

Y no solo somos reyes y los más libres entre los hombres, sino también sacerdotes para siempre, una dignidad mucho más alta que la realeza, porque por ese sacerdocio somos dignos de presentarnos ante Dios, de orar por otros y de enseñarnos mutuamente las cosas de Dios. Porque estos son los deberes del sacerdote, y no pueden ser en absoluto permitidos a ningún incrédulo. Cristo ha obtenido para nosotros este favor, si creemos en Él, que así como somos sus hermanos, coherederos y correyes con Él, también seamos copartícipes de su sacerdocio, y nos atrevamos con confianza, por el espíritu de la fe, a comparecer ante Dios, y a clamar: “¡Abba, Padre!”, y a orar unos por otros, y a hacer todas las cosas que vemos realizadas y representadas en el oficio sacerdotal visible y corporal. Pero para el incrédulo, nada presta servicio ni obra para bien. Él mismo está en servidumbre a todas las cosas, y todo le resulta para mal, porque usa todas las cosas de manera impía para su propio provecho, y no para la gloria de Dios. Y así, no es sacerdote, sino profano, cuyas oraciones se convierten en pecado; ni se presenta jamás ante Dios, porque Dios no oye a los pecadores.

¿Quién, entonces, puede comprender la grandeza de esa dignidad cristiana que, por su poder real, domina todas las cosas, incluso la muerte, la vida y el pecado, y que, por su gloria sacerdotal, es todopoderosa ante Dios, puesto que Dios hace lo que Él mismo desea y pide; como está escrito: “Cumplirá el deseo de los que le temen; oirá asimismo el clamor de ellos, y los salvará”? (Salmo 145:19) Esta gloria ciertamente no puede alcanzarse por obras, sino solo por la fe.

A partir de estas consideraciones, cualquiera puede ver claramente cómo el hombre cristiano es libre de todas las cosas; de modo que no necesita obras para ser justificado y salvado, sino que recibe estos dones en abundancia solo por la fe. Es más, si fuera tan necio como para pretender ser justificado, liberado, salvado y hecho cristiano mediante alguna obra buena, perdería inmediatamente la fe con todos sus beneficios. Tal necedad está bien representada en la fábula del perro que, corriendo junto al agua y llevando en la boca un verdadero pedazo de carne, se engaña con el reflejo de la carne en el agua y, al intentar atraparla con la boca abierta, pierde tanto la carne como su imagen al mismo tiempo.

Aquí preguntarás: “Si todos los que están en la Iglesia son sacerdotes, ¿por qué carácter se distinguen entonces aquellos que ahora llamamos sacerdotes del resto de los laicos?” Respondo: mediante el uso de palabras como “sacerdote,” “clero,” “persona espiritual,” “eclesiástico,” se ha cometido una injusticia, ya que han sido transferidas del resto del cuerpo de los cristianos a esos pocos que ahora, por una costumbre perjudicial, son llamados eclesiásticos. Porque la Sagrada Escritura no hace distinción entre ellos, salvo que a aquellos que ahora se llaman con jactancia papas, obispos y señores, los llama ministros, siervos y administradores, quienes deben servir a los demás en el ministerio de la Palabra, para enseñar la fe de Cristo y la libertad de los creyentes. Pues aunque es cierto que todos somos igualmente sacerdotes, no todos podemos ni, aunque pudiéramos, deberíamos ejercer públicamente el ministerio ni enseñar. Así dice Pablo: “Así, pues, téngannos los hombres por servidores de Cristo, y administradores de los misterios de Dios.” (1 Corintios 4:1)

Este mal sistema ha desembocado ahora en tal despliegue pomposo de poder y en una tiranía tan terrible, que ningún gobierno terrenal puede compararse con él, como si los laicos fuesen algo distinto de los cristianos. Por esta perversión de las cosas ha ocurrido que el conocimiento de la gracia cristiana, de la fe, de la libertad y, en conjunto, de Cristo, ha desaparecido por completo, y ha sido reemplazado por una esclavitud intolerable a las obras y leyes humanas; y, según las Lamentaciones de Jeremías, nos hemos convertido en esclavos de los hombres más viles de la tierra, quienes abusan de nuestra miseria para cumplir todos los propósitos vergonzosos e indignos de su propia voluntad.

Volviendo al tema que habíamos comenzado, creo que queda claro, a partir de estas consideraciones, que no es suficiente, ni verdaderamente cristiano, predicar las obras, la vida y las palabras de Cristo de manera meramente histórica, como hechos que basta conocer para tomar ejemplo de ellos y moldear nuestra vida; como hacen aquellos que hoy son considerados los mejores predicadores. Y mucho menos aún es correcto guardar completo silencio sobre estos temas y, en su lugar, enseñar las leyes de los hombres y los decretos de los Padres. Actualmente hay no pocas personas que predican y leen sobre Cristo con el propósito de conmover los afectos humanos para simpatizar con Cristo, indignarse contra los judíos y otras absurdidades pueriles y femeninas de esa índole.

Pero la predicación debe tener como objetivo fomentar la fe en Él, para que no solo sea Cristo, sino que sea Cristo para ti y para mí, y para que lo que se dice de Él, y cómo se le llama, obre en nosotros. Y esta fe se produce y se mantiene predicando por qué vino Cristo, qué nos ha traído y dado, y de qué modo debe ser recibido para nuestro provecho y beneficio. Esto se logra cuando se enseña correctamente la libertad cristiana que tenemos por medio de Cristo mismo, y se nos muestra cómo todos los cristianos somos reyes y sacerdotes, y cómo somos señores de todas las cosas, y podemos tener la confianza de que todo lo que hacemos en presencia de Dios le es grato y aceptable. ¿Qué corazón no se alegraría en lo más profundo al oír estas cosas? ¿Qué corazón, al recibir consuelo tan grande, no se encendería en amor por Cristo, un amor al que jamás podría llegar mediante leyes u obras? ¿Quién puede dañar un corazón así, o infundirle temor? Si la conciencia del pecado o el horror de la muerte lo asaltan, está preparado para esperar en el Señor y no teme tales males, ni se turba, hasta que pueda mirar por encima del hombro a sus enemigos. Pues cree que la justicia de Cristo es suya, y que su pecado ya no le pertenece, sino que es de Cristo; porque, a causa de su fe en Cristo, todo su pecado debe necesariamente ser absorbido ante la justicia de Cristo, como he dicho anteriormente. También aprende, con el Apóstol, a burlarse de la muerte y del pecado, y a decir: “¿Dónde está, oh muerte, tu aguijón? ¿Dónde, oh sepulcro, tu victoria? El aguijón de la muerte es el pecado, y el poder del pecado, la ley. Mas gracias sean dadas a Dios, que nos da la victoria por medio de nuestro Señor Jesucristo.” (1 Corintios 15:55–57) Porque la muerte ha sido absorbida en victoria; no solo en la victoria de Cristo, sino también en la nuestra, ya que por la fe se hace nuestra, y en ella también nosotros vencemos.

Baste decir esto acerca del hombre interior y su libertad, y sobre aquella justicia de la fe que no necesita leyes ni buenas obras; es más, estas incluso le son perjudiciales si alguien pretende justificarse por ellas.

Y ahora pasemos a la otra parte, al hombre exterior. Aquí daremos respuesta a todos los que, escandalizados por la palabra de la fe y por lo que he afirmado, dicen: “Si la fe lo hace todo, y por sí sola basta para la justificación, ¿por qué se nos mandan entonces las buenas obras? ¿Debemos entonces descansar y no hacer nada, conformándonos con la fe?” No es así, hombre impío, respondo; no es así. Eso solo sería cierto si fuésemos personas completamente interiores y espirituales; pero eso no ocurrirá sino hasta el último día, cuando los muertos resuciten. Mientras vivamos en la carne, estamos apenas comenzando y avanzando hacia aquello que se consumará en la vida futura. Por ello el Apóstol llama a lo que tenemos en esta vida las primicias del Espíritu (Romanos 8:23). En el futuro tendremos el diezmo completo, la plenitud del Espíritu. A esta parte pertenece lo que ya he mencionado antes: que el cristiano es siervo de todos y está sujeto a todos. Porque en aquello en lo que es libre, no hace obras; pero en aquello en lo que es siervo, las hace todas. Veamos por qué esto es así.

Aunque, como he dicho, interiormente y según el espíritu, el hombre es plenamente justificado por la fe, teniendo todo lo que debe tener —salvo que esta misma fe y plenitud deben crecer día a día hasta la vida futura—, no obstante permanece en esta vida mortal sobre la tierra, en la que es necesario que gobierne su cuerpo y se relacione con otros hombres. Aquí, entonces, comienzan las obras; aquí no debe descansar; aquí debe procurar ejercitar su cuerpo con ayunos, vigilias, trabajo y otras disciplinas moderadas, para que se someta al espíritu y obedezca y se conforme con el hombre interior y la fe, y no se rebele contra ellos ni los obstaculice, como tiende a hacer si no se lo somete. Porque el hombre interior, conformado con Dios y creado a imagen de Dios por medio de la fe, se regocija y se deleita en Cristo, en quien se le han concedido tales bendiciones; y por tanto, solo tiene ante sí esta tarea: servir a Dios con alegría y gratuitamente en amor libre.

Al hacerlo, ofende aquella voluntad contraria en su propia carne, que se esfuerza por servir al mundo y buscar su propia satisfacción. Esto el espíritu de fe no puede tolerar ni lo hará; sino que se aplica con alegría y celo a someterla y refrenarla; como dice Pablo: “Porque según el hombre interior me deleito en la ley de Dios; pero veo otra ley en mis miembros, que lucha contra la ley de mi mente, y me lleva cautivo a la ley del pecado.” (Romanos 7:22–23) Y también: “Golpeo mi cuerpo y lo pongo en servidumbre, no sea que habiendo predicado a otros, yo mismo venga a ser eliminado.” (1 Corintios 9:27) Y: “Los que son de Cristo han crucificado la carne con sus pasiones y deseos.” (Gálatas 5:24)

Estas obras, sin embargo, no deben hacerse con la idea de que por ellas el hombre puede justificarse ante Dios —pues la fe, que sola es justicia ante Dios, no puede tolerar tal error—, sino únicamente con el propósito de que el cuerpo sea sometido y purificado de sus deseos malignos, de modo que nuestra atención se centre únicamente en erradicar esos deseos. Porque cuando el alma ha sido purificada por la fe y hecha amante de Dios, quiere que todas las cosas sean purificadas de igual manera; y especialmente en su propio cuerpo, para que todo se una con ella en el amor y alabanza de Dios. Así ocurre que, por las necesidades de su propio cuerpo, el hombre no puede permanecer ocioso, sino que se ve obligado, por causa de él, a hacer muchas buenas obras, para someterlo. Pero estas obras no son el medio de su justificación ante Dios; las realiza por amor desinteresado al servicio de Dios, sin mirar a otro fin que hacer lo que es grato a Aquel a quien desea obedecer con fidelidad en todas las cosas.

Bajo este principio, cada hombre puede instruirse fácilmente a sí mismo en qué medida y con qué distinciones debe disciplinar su propio cuerpo. Ayunará, velará y trabajará tanto como vea que es suficiente para refrenar la lascivia y la concupiscencia del cuerpo. Pero aquellos que pretenden ser justificados por las obras no se ocupan de la mortificación de sus deseos, sino únicamente de las obras mismas; pensando que, si logran realizar la mayor cantidad y las más grandes obras posibles, todo está bien con ellos y están justificados. A veces incluso dañan su cerebro y extinguen la naturaleza, o al menos la vuelven inútil. Esto es una enorme necedad e ignorancia de la vida y fe cristianas, cuando un hombre busca, sin fe, justificarse y salvarse mediante obras.

Para que lo que hemos dicho se entienda más fácilmente, pongámoslo en forma de figura. Las obras de un hombre cristiano, que es justificado y salvado por su fe gracias a la pura e inmerecida misericordia de Dios, deben considerarse del mismo modo en que se habrían considerado las de Adán y Eva en el Paraíso, y las de toda su posteridad, si no hubieran pecado. De ellos se dice: “Tomó, pues, el Señor Dios al hombre, y lo puso en el huerto de Edén, para que lo labrara y lo guardase.” (Génesis 2:15). Ahora bien, Adán había sido creado por Dios justo y recto, de modo que no necesitaba ser justificado ni hecho justo por medio del cultivo del huerto y el trabajo en él; pero, para que no estuviera ocioso, Dios le dio la tarea de cuidar y cultivar el Paraíso. Esas habrían sido en verdad obras de perfecta libertad, hechas únicamente con el fin de agradar a Dios, y no para obtener la justificación, que ya poseía plenamente y que habría sido innata en todos nosotros.

Así ocurre con las obras de un creyente. Habiendo sido restituido por su fe al Paraíso y recreado de nuevo, no necesita obras para su justificación, sino para no permanecer ocioso, y para cuidar de su propio cuerpo y disciplinarlo. Sus obras deben hacerse libremente, con el único fin de agradar a Dios. Solo que aún no hemos sido plenamente recreados en fe y amor perfectos; estas virtudes deben crecer, no obstante, no por medio de obras, sino por sí mismas.

Un obispo, cuando consagra una iglesia, confirma a los niños o realiza cualquier otro deber de su oficio, no es consagrado obispo por estas obras; es más, si no hubiera sido previamente consagrado como obispo, ninguna de esas obras tendría validez alguna; serían necias, infantiles y ridículas. Así también un cristiano, siendo consagrado por su fe, hace buenas obras; pero no por esas obras se vuelve una persona más sagrada, ni más cristiana. Eso es efecto de la fe solamente; es más, si no fuera previamente creyente y cristiano, ninguna de sus obras tendría valor alguno; serían en realidad pecados impíos y condenables.

Verdaderas son, pues, estas dos afirmaciones: Las buenas obras no hacen al hombre bueno, sino que el hombre bueno hace buenas obras. Las malas obras no hacen al hombre malo, sino que el hombre malo hace malas obras. Así, siempre es necesario que la sustancia o la persona sea buena antes de que pueda hacerse cualquier buena obra, y que las buenas obras sigan y procedan de una persona buena. Como dice Cristo: “No puede el buen árbol dar malos frutos, ni el árbol malo dar buenos frutos.” (Mateo 7:18). Ahora bien, es evidente que el fruto no da vida al árbol, ni el árbol crece a partir del fruto; sino, al contrario, los árboles dan fruto, y el fruto crece en los árboles.

Así como, entonces, los árboles deben existir antes que su fruto, y como el fruto no hace que el árbol sea ni bueno ni malo, sino que, al contrario, un árbol de una u otra clase produce fruto según su especie; así también, primero debe ser buena o mala la persona del hombre, antes de que pueda hacer una obra buena o mala; y sus obras no lo hacen malo o bueno, sino que él mismo hace sus obras buenas o malas.

Lo mismo podemos observar en todos los oficios. Una casa buena o mala no hace al constructor bueno o malo, sino que un constructor bueno o malo hace una casa buena o mala. Y en general, ninguna obra hace al artesano tal como ella misma es; sino que el artesano hace la obra tal como él mismo es. Así ocurre también con las obras de los hombres. Según sea el hombre mismo —ya sea en la fe o en la incredulidad—, así será su obra: buena, si se hace con fe; mala, si se hace en incredulidad. Pero no es cierto lo contrario: que, según sea la obra, así sea el hombre en fe o en incredulidad. Porque así como las obras no hacen a un hombre creyente, tampoco lo hacen justificado; sino que la fe, así como hace al hombre creyente y justificado, también hace buenas sus obras.

Ya que, entonces, las obras no justifican a ningún hombre, sino que el hombre debe ser justificado antes de poder hacer alguna obra buena, es completamente evidente que es solo la fe la que, por la sola misericordia de Dios a través de Cristo y mediante su palabra, puede justificar y salvar digna y suficientemente a la persona; y que el hombre cristiano no necesita de ninguna obra ni de ninguna ley para su salvación, porque por la fe está libre de toda ley, y con plena libertad hace gratuitamente todo lo que hace, sin buscar nada en absoluto, ni provecho ni salvación —pues por la gracia de Dios ya está salvo y enriquecido en todas las cosas por medio de su fe—, sino solamente lo que agrada a Dios.

Del mismo modo, ninguna buena obra puede beneficiar al incrédulo para su justificación y salvación; y, por otro lado, ninguna obra mala lo convierte en una persona malvada y condenada, sino que es la incredulidad, la cual hace mala a la persona y al árbol, la que hace malas y condenables sus obras. Por tanto, cuando un hombre llega a ser bueno o malo, esto no proviene de sus obras, sino de su fe o incredulidad, como dice el sabio: “El principio del pecado es apartarse de Dios”; es decir, no creer. Pablo dice: “Es necesario que el que se acerca a Dios crea” (Hebreos 11:6); y Cristo dice lo mismo: “Haced el árbol bueno, y su fruto será bueno; o haced el árbol malo, y su fruto será malo.” (Mateo 12:33). Es como decir: quien desea tener buen fruto, comenzará por el árbol, y plantará uno bueno; de igual manera, quien quiera hacer buenas obras debe comenzar, no por obrar, sino por creer, ya que es esto lo que hace buena a la persona. Porque nada hace buena a la persona sino la fe, ni mala sino la incredulidad.

Ciertamente es verdad que, a los ojos de los hombres, un hombre llega a ser bueno o malo por sus obras; pero aquí “llegar a ser” significa que de ese modo se muestra y se reconoce quién es bueno o malo; como dice Cristo: “Por sus frutos los conoceréis.” (Mateo 7:20). Pero todo esto se limita a las apariencias y lo exterior; y en esto muchos se engañan, cuando presumen de escribir y enseñar que debemos ser justificados por las buenas obras, y mientras tanto ni siquiera mencionan la fe, caminando en sus propios caminos, siempre engañados y engañando, yendo de mal en peor, ciegos guías de ciegos, fatigándose con muchas obras, y sin embargo sin alcanzar jamás la verdadera justicia; de quienes Pablo dice: “Que tienen apariencia de piedad, pero niegan la eficacia de ella; siempre están aprendiendo, y nunca pueden llegar al conocimiento de la verdad.” (2 Timoteo 3:5, 7)

Aquel, pues, que no quiera extraviarse con estos ciegos, debe mirar más allá de las obras de la ley o de la doctrina de las obras; es más, debe apartar su espíritu de las obras, y mirar a la persona, y al modo en que puede ser justificada. Ahora bien, esa persona es justificada y salvada, no por obras ni leyes, sino por la palabra de Dios, es decir, por la promesa de su gracia; para que la gloria sea de la majestad divina, que nos ha salvado a nosotros que creemos, no por obras de justicia que hayamos hecho, sino conforme a su misericordia, mediante la palabra de su gracia.

De todo esto se puede comprender fácilmente bajo qué principio deben rechazarse o abrazarse las buenas obras, y con qué criterio deben entenderse todas las enseñanzas sobre las obras. Porque si las obras se presentan como base de justificación, y se hacen bajo la falsa persuasión de que podemos pretender justificarnos por ellas, imponen sobre nosotros el yugo de la necesidad, y extinguen la libertad junto con la fe, y por esa sola adición a su uso, dejan de ser buenas y se vuelven verdaderamente dignas de condenación. Porque tales obras no son libres, sino que blasfeman contra la gracia de Dios, a la cual únicamente le corresponde justificar y salvar mediante la fe. Las obras no pueden lograr esto, y, sin embargo, con impía presunción, por nuestra necedad, pretenden hacerlo; y de este modo invaden con violencia el oficio y la gloria de la gracia.

No rechazamos entonces las buenas obras; al contrario, las abrazamos y enseñamos en el más alto grado. No es por su propia causa que las condenamos, sino por esa impía añadidura, y la perversa idea de buscar la justificación por medio de ellas. Estas cosas hacen que sean buenas solo en apariencia exterior, pero en realidad no lo sean; pues mediante ellas los hombres se engañan y engañan a otros, como lobos rapaces vestidos de ovejas.

Ahora bien, este Leviatán, esta noción pervertida acerca de las obras, es invencible cuando falta la fe sincera. Porque esos hacedores de obras “santificados” no pueden sino aferrarse a ella, hasta que la fe —la cual la destruye— llegue y reine en el corazón. La naturaleza no puede expulsarla por su propia fuerza; es más, ni siquiera puede verla por lo que realmente es, sino que la considera como una voluntad santísima. Y cuando, además, interviene la costumbre y refuerza esta depravación de la naturaleza, como ha sucedido por medio de maestros impíos, entonces el mal se vuelve incurable y extravía a multitudes hacia una ruina irreparable. Por tanto, aunque es bueno predicar y escribir sobre el arrepentimiento, la confesión y la satisfacción, si nos detenemos ahí y no avanzamos a enseñar la fe, tal enseñanza es sin duda engañosa y diabólica. Porque Cristo, hablando por medio de su siervo Juan, no solo dijo: “Arrepentíos”; sino que añadió: “porque el reino de los cielos se ha acercado.” (Mateo 3:2)

Porque no debe predicarse solo una palabra de Dios, sino ambas; deben sacarse cosas nuevas y viejas del tesoro, tanto la voz de la ley como la palabra de la gracia. Debe presentarse la voz de la ley, para que los hombres sean aterrados y lleguen al conocimiento de sus pecados, y así se conviertan al arrepentimiento y a una vida mejor. Pero no debemos detenernos ahí; eso sería solo herir y no vendar, golpear y no sanar, matar y no dar vida, llevar al infierno y no volver a sacar, humillar y no exaltar. Por tanto, también debe predicarse la palabra de gracia y del perdón prometido de los pecados, para enseñar y establecer la fe; ya que, sin esa palabra, la contrición, el arrepentimiento y todos los demás deberes se realizan y enseñan en vano.

Es cierto que aún quedan predicadores del arrepentimiento y la gracia, pero no explican la ley y las promesas de Dios con un propósito ni en un espíritu tal que los hombres aprendan de dónde provienen el arrepentimiento y la gracia. Porque el arrepentimiento viene de la ley de Dios, pero la fe o la gracia provienen de las promesas de Dios, como se dice: “La fe viene por el oír, y el oír por la palabra de Dios.” (Romanos 10:17) De ahí que el hombre, cuando ha sido humillado y llevado al conocimiento de sí mismo por las amenazas y terrores de la ley, sea consolado y levantado por la fe en la promesa divina. Así: “Por la noche durará el lloro, y a la mañana vendrá la alegría.” (Salmo 30:5) Hasta aquí hemos hablado acerca de las obras en general, y también sobre aquellas que el cristiano practica respecto a su propio cuerpo.

Por último, hablaremos también de aquellas obras que realiza hacia su prójimo. Porque el hombre no vive para sí solo en este cuerpo mortal, para trabajar en su propio beneficio, sino también para todos los hombres sobre la tierra; es más, vive únicamente para los demás y no para sí mismo. Porque a este fin somete su propio cuerpo, para poder servir a los demás con mayor sinceridad y libertad; como dice Pablo: “Ninguno de nosotros vive para sí, y ninguno muere para sí. Pues si vivimos, para el Señor vivimos; y si morimos, para el Señor morimos.” (Romanos 14:7-8) Así, es imposible que se tome descanso en esta vida y no trabaje para el bien de sus prójimos; ya que necesariamente debe hablar, actuar y convivir entre los hombres; tal como Cristo fue hecho semejante a los hombres, y hallado en forma de hombre, y vivió entre los hombres.

Sin embargo, un cristiano no necesita de ninguna de estas cosas para su justificación y salvación, pero en todas sus obras debe tener esta intención y mirar solo este objetivo: servir y ser útil a los demás en todo lo que hace; sin tener ante sus ojos otra cosa que las necesidades y el provecho de su prójimo. Así nos manda el Apóstol trabajar con nuestras manos para que tengamos qué dar al que necesita. Podría haber dicho: para que nos sostengamos nosotros mismos; pero dice: para que demos al necesitado. Es propio del cristiano cuidar de su propio cuerpo precisamente para que, gracias a su buena condición y bienestar, pueda trabajar, adquirir y conservar bienes para ayudar a los que tienen necesidad; de modo que el miembro más fuerte sirva al más débil, y seamos hijos de Dios, atentos y diligentes los unos por los otros, llevando las cargas los unos de los otros, y así cumplir la ley de Cristo.

He aquí la verdadera vida cristiana; he aquí la fe obrando realmente por el amor; cuando el hombre se entrega con alegría y amor a las obras de esta servidumbre libre, en la que sirve a los demás voluntaria y gratuitamente, hallándose él plenamente satisfecho en la plenitud y riqueza de su fe.

Así, cuando Pablo enseñó a los filipenses cómo habían sido enriquecidos por esa fe en Cristo, en la cual habían obtenido todas las cosas, les exhorta además con estas palabras: “Por tanto, si hay alguna consolación en Cristo, si algún consuelo de amor, si alguna comunión del Espíritu, si algún afecto entrañable, completad mi gozo, sintiendo lo mismo, teniendo el mismo amor, unánimes, sintiendo una misma cosa. Nada hagáis por contienda o por vanagloria; antes bien con humildad, estimando cada uno a los demás como superiores a él mismo; no mirando cada uno por lo suyo propio, sino cada cual también por lo de los otros.” (Filipenses 2:1–4)

En esto vemos claramente que el Apóstol establece esta regla para la vida cristiana: que todas nuestras obras deben dirigirse al provecho del prójimo; ya que cada cristiano tiene tal abundancia mediante su fe, que todas sus demás obras y su vida entera le quedan disponibles para servir y beneficiar espontáneamente a su prójimo.

A este fin pone a Cristo como ejemplo, diciendo: “Haya, pues, en vosotros este sentir que hubo también en Cristo Jesús: el cual, siendo en forma de Dios, no estimó el ser igual a Dios como cosa a qué aferrarse, sino que se despojó a sí mismo, tomando forma de siervo, hecho semejante a los hombres; y hallándose en forma de hombre, se humilló a sí mismo, haciéndose obediente hasta la muerte.” (Filipenses 2:5–8) Esta enseñanza tan saludable del Apóstol ha sido oscurecida por hombres que, comprendiendo erradamente las expresiones: “forma de Dios,” “forma de siervo,” “forma,” “semejanza de los hombres,” las han transferido a las naturalezas divina y humana. El sentido de Pablo es este: Cristo, cuando estaba lleno de la forma de Dios y abundaba en todos los bienes, de modo que no necesitaba obras ni sufrimientos para ser justificado y salvado —pues ya poseía todo desde el principio—, no se ensoberbeció por estas cosas, ni se elevó por encima de nosotros ni se arrogó poder sobre nosotros, aunque bien podía haberlo hecho; sino que, por el contrario, actuó trabajando, sufriendo y muriendo como el resto de los hombres, en apariencia y conducta no diferente de un hombre necesitado de todas las cosas, como si no tuviera la forma de Dios; y, sin embargo, todo esto lo hizo por nosotros, para servirnos, y para que todas las obras que hiciera bajo esa forma de siervo, llegaran a ser nuestras.

Así también el cristiano, como Cristo su cabeza, estando lleno y rebosante mediante la fe, debe contentarse con esta forma de Dios obtenida por la fe; salvo que, como he dicho, debe aumentar esta fe hasta que sea perfeccionada. Porque esta fe es su vida, justificación y salvación, preserva su persona misma, la hace grata a Dios y le concede todo lo que Cristo posee; como ya lo he dicho antes, y como afirma Pablo: “Lo que ahora vivo en la carne, lo vivo en la fe del Hijo de Dios.” (Gálatas 2:20) Aunque está libre de todas las obras, debe vaciarse de esta libertad, tomar la forma de siervo, hacerse semejante a los hombres, hallarse en forma de hombre, servir, ayudar y actuar en todo hacia su prójimo como ve que Dios ha actuado y actúa hacia él por medio de Cristo. Todo esto debe hacerlo libremente y con el único propósito de agradar a Dios, y debe razonar así:

¡He aquí que mi Dios, sin mérito alguno de mi parte, por su pura y libre misericordia, me ha dado a mí, criatura indigna, condenada y despreciable, todas las riquezas de la justificación y salvación en Cristo, de modo que ya no me falta nada, salvo la fe para creer que así es! Pues a un Padre así, que me ha colmado con tales riquezas inestimables, ¿por qué no habría yo de hacer libre, alegre y plenamente de corazón, con fervor voluntario, todo lo que sé que le será grato y aceptable? Me entregaré, por tanto, como una especie de Cristo a mi prójimo, así como Cristo se ha entregado a mí; y no haré nada en esta vida sino lo que vea que es necesario, útil y saludable para mi prójimo, ya que por la fe tengo abundancia de todos los bienes en Cristo.

Así fluyen de la fe el amor y el gozo en el Señor, y del amor, un espíritu alegre, dispuesto, libre, inclinado a servir a nuestro prójimo voluntariamente, sin contar con la gratitud o ingratitud, alabanza o reproche, ganancia o pérdida. Su propósito no es imponer obligaciones, ni distingue entre amigos y enemigos, ni se fija en agradecimientos o desagradecimientos, sino que se entrega y se da con toda libertad y gusto, tanto si por ello pierde como si gana buena voluntad. Porque así lo hizo su Padre, distribuyendo todas las cosas a todos los hombres, abundantemente y sin condición; haciendo salir su sol sobre justos e injustos. Así también el hijo no hace ni sufre nada, sino por el gozo libre con el que se deleita en Dios a través de Cristo, el dador de tan grandes dones.

Ves, entonces, que si reconocemos esos dones grandes y preciosos, como dice Pedro, que nos han sido dados, el amor se difunde rápidamente en nuestros corazones por el Espíritu, y por el amor somos hechos libres, gozosos, todopoderosos, obreros activos, vencedores de todas nuestras tribulaciones, siervos del prójimo y, no obstante, señores de todas las cosas. Pero para aquellos que no reconocen los bienes recibidos por medio de Cristo, Cristo ha nacido en vano; tales personas viven por obras, y nunca alcanzarán el gusto ni el sentimiento de estas grandes cosas. Por tanto, así como nuestro prójimo está necesitado y requiere de nuestra abundancia, así también nosotros, ante Dios, estuvimos necesitados y requerimos de su misericordia. Y así como nuestro Padre celestial nos ha ayudado gratuitamente en Cristo, así debemos nosotros ayudar gratuitamente a nuestro prójimo con nuestro cuerpo y obras, y cada uno debe hacerse para el otro como un Cristo, para que seamos mutuamente cristos, y que el mismo Cristo esté en todos nosotros; es decir, que seamos verdaderamente cristianos.

¿Quién, entonces, puede comprender las riquezas y la gloria de la vida cristiana? Puede hacerlo todo, lo tiene todo y nada le falta; es señor sobre el pecado, la muerte y el infierno, y al mismo tiempo es siervo obediente y útil de todos. ¡Pero, ay!, hoy día es desconocida en todo el mundo; no se predica ni se busca, de modo que estamos completamente ignorantes de nuestro propio nombre, de por qué somos y nos llamamos cristianos. Ciertamente nos llamamos así por Cristo, quien no está ausente, sino que mora entre nosotros, con tal de que creamos en Él, y seamos recíprocamente cristos unos para con otros, haciendo con nuestro prójimo lo que Cristo hace con nosotros. Pero ahora, en la doctrina de los hombres, se nos enseña solamente a buscar méritos, recompensas y cosas que ya son nuestras, y hemos hecho de Cristo un capataz más severo que Moisés.

La bienaventurada Virgen, más que nadie, nos ofrece un ejemplo de la misma fe, ya que fue purificada según la ley de Moisés, como todas las demás mujeres, aunque no estaba obligada por dicha ley y no tenía necesidad de purificación. Sin embargo, se sometió a la ley voluntaria y libremente por amor, haciéndose semejante a las demás mujeres, para no ofenderlas ni despreciarlas. No fue justificada por hacer esto; sino que, ya siendo justificada, lo hizo libre y gratuitamente. Así deben hacerse también nuestras obras, no para ser justificados por ellas; pues, ya justificados por la fe, debemos hacer todas nuestras obras libre y alegremente por causa de los demás.

San Pablo circuncidó a su discípulo Timoteo, no porque Timoteo necesitara la circuncisión para su justificación, sino para no ofender ni despreciar a aquellos judíos débiles en la fe, que aún no habían podido comprender la libertad de la fe. Por otro lado, cuando ellos despreciaban la libertad e insistían en que la circuncisión era necesaria para la justificación, Pablo los resistió y no permitió que Tito fuera circuncidado. Porque así como no quería ofender ni despreciar la debilidad de nadie en la fe, sino que cedía por un tiempo a su voluntad, así también no permitía que la libertad de la fe fuera ofendida o despreciada por justicieros endurecidos, sino que caminaba por un sendero intermedio, tolerando a los débiles por un tiempo, y resistiendo siempre a los endurecidos, para convertir a todos a la libertad de la fe. Conforme a este mismo principio debemos actuar nosotros, recibiendo a los que son débiles en la fe, pero resistiendo con valentía a estos maestros endurecidos de las obras, de los cuales hablaremos más extensamente más adelante.

Cristo también, cuando se pidió a sus discípulos el impuesto del tributo, preguntó a Pedro si los hijos de un rey no estaban exentos de tributo. Pedro estuvo de acuerdo; sin embargo, Jesús le mandó ir al mar, diciendo: “Para no ofenderlos, ve al mar, echa el anzuelo, y toma el primer pez que salga; y al abrirle la boca hallarás una moneda; tómala y dásela por mí y por ti.” (Mateo 17:27)

Este ejemplo es muy pertinente para nuestro propósito; pues aquí Cristo se llama a sí mismo y a sus discípulos hombres libres e hijos de un rey, sin necesidad de nada; y, sin embargo, se somete voluntariamente y paga el tributo. Tan necesario o útil como fue este acto para Cristo en cuanto a su justificación o salvación, lo son todas sus otras obras y las de sus discípulos. Son realmente libres y posteriores a la justificación, y solo se hacen para servir a otros y darles ejemplo.

Tales son las obras que Pablo inculcaba: que los cristianos debían estar sujetos a principados y potestades, y preparados para toda buena obra (Tito 3:1); no para que sean justificados por estas cosas, pues ya están justificados por la fe, sino para que en libertad del espíritu puedan así ser siervos de otros y estar sujetos a autoridades, obedeciendo su voluntad por amor gratuito.

Así también debieran haber sido las obras de todos los colegios, monasterios y sacerdotes; que cada uno hiciera las obras de su profesión y estado de vida, no para ser justificado por ellas, sino para someter su propio cuerpo, como ejemplo para los demás, quienes también necesitan someter sus cuerpos; y también para acomodarse a la voluntad de otros por amor libre. Pero siempre debemos tener el mayor cuidado de evitar cualquier vana confianza o presunción de ser justificados, merecer o salvarnos por estas obras; ya que esto es propio solo de la fe, como tantas veces lo he dicho.

Cualquier hombre que posea este conocimiento puede fácilmente evitar el peligro entre esos innumerables mandamientos y preceptos del Papa, de obispos, de monasterios, de iglesias, de príncipes y magistrados, que algunos pastores insensatos nos imponen como necesarios para la justificación y la salvación, llamándolos preceptos de la Iglesia, cuando en realidad no lo son. Porque el cristiano libre dirá así: ayunaré, oraré, haré esto o aquello que me sea mandado por hombres, no porque necesite de estas cosas para ser justificado o salvado, sino para cumplir la voluntad del Papa, del obispo, de cierta comunidad o cierto magistrado, o de mi prójimo, como ejemplo para él; por esta causa haré y sufriré todas las cosas, así como Cristo hizo y sufrió mucho más por mí, aunque Él no tenía ninguna necesidad de hacerlo por sí mismo, y se hizo por mí bajo la ley, siendo que no estaba bajo la ley. Y aunque los tiranos me hagan violencia o injusticia al requerirme obediencia en estas cosas, no me hará daño cumplirlas, mientras no sean contrarias a Dios.

De todo esto, cada hombre podrá alcanzar un juicio seguro y una fiel discriminación entre todas las obras y leyes, y conocer quiénes son pastores ciegos y necios, y quiénes verdaderos y buenos. Porque cualquier obra que no esté dirigida exclusivamente a someter el cuerpo o a servir a nuestro prójimo —siempre que no exija nada contrario a la voluntad de Dios— no es una obra buena ni cristiana. Por eso temo mucho que en este día pocos o ningún colegio, monasterio, altar o función eclesiástica sean cristianos; y lo mismo puede decirse de ayunos y oraciones especiales a ciertos santos. Temo que en todas estas cosas no se busque sino lo que ya es nuestro; mientras nos imaginamos que por estas cosas se purgan nuestros pecados y se alcanza la salvación, y de este modo se destruye por completo la libertad cristiana. Esto proviene de la ignorancia de la fe y la libertad cristianas.

Esta ignorancia, y esta opresión de la libertad, son promovidas diligentemente por la enseñanza de muchísimos pastores ciegos, que excitan y empujan al pueblo a un celo por estas cosas, alabando tal celo e inflando a los hombres con sus indulgencias, pero nunca enseñando la fe. Ahora bien, yo te aconsejaría que, si tienes algún deseo de orar, ayunar o hacer fundaciones en las iglesias, como se les llama, te cuides de no hacerlo con el fin de obtener alguna ventaja, sea temporal o eterna. De lo contrario, perjudicarás tu fe, la cual por sí sola te otorga todas las cosas, y cuyo crecimiento —ya sea por obras o por sufrimiento— es lo único que debe buscarse. Lo que des, dalo libremente y sin precio, para que otros prosperen y crezcan gracias a ti y a tu bondad. Así serás verdaderamente un hombre bueno y un cristiano. ¿Para qué quieres tus bienes y tus obras, que haces por encima de lo necesario para someter el cuerpo, si ya tienes abundancia para ti por medio de la fe, en la cual Dios te ha dado todas las cosas?

Damos esta regla: los bienes que tenemos de Dios deben fluir de unos a otros, y hacerse comunes a todos, de modo que cada uno de nosotros se revista, por así decirlo, de su prójimo, y se conduzca hacia él como si estuviera en su lugar. Estos bienes fluyeron y fluyen de Cristo hacia nosotros; Él se revistió de nosotros y actuó por nosotros como si Él mismo fuera lo que nosotros somos. De nosotros deben fluir hacia los que los necesitan; de modo que mi fe y mi justicia deben ser presentadas ante Dios como cobertura e intercesión por los pecados de mi prójimo, los cuales debo tomar sobre mí, y así trabajar y soportar servidumbre en ellos, como si fueran míos; porque así ha hecho Cristo por nosotros. Esta es la verdadera caridad y la auténtica verdad de la vida cristiana. Pero solo allí es verdadera y auténtica, donde hay fe verdadera y auténtica. Por eso el Apóstol atribuye a la caridad esta cualidad: que “no busca lo suyo”.

Concluimos, por tanto, que el hombre cristiano no vive en sí mismo, sino en Cristo y en su prójimo, o de lo contrario no es cristiano; en Cristo por la fe, en su prójimo por el amor. Por la fe es llevado hacia arriba, más allá de sí mismo, hacia Dios; y por el amor desciende por debajo de sí mismo hacia su prójimo, permaneciendo siempre en Dios y en su amor, como dice Cristo: “De cierto, de cierto os digo: de aquí en adelante veréis el cielo abierto, y a los ángeles de Dios subiendo y bajando sobre el Hijo del Hombre.” (Juan 1:51)

Hasta aquí lo concerniente a la libertad, que, como ves, es una verdadera libertad espiritual, que libera nuestros corazones de todos los pecados, leyes y mandamientos; como dice Pablo: “La ley no fue dada para el justo” (1 Timoteo 1:9); y es una libertad que sobrepasa a cualquier otra y a toda libertad exterior, así como el cielo está por encima de la tierra. Que Cristo nos conceda entender y conservar esta libertad. Amén.

Finalmente, por amor a aquellos para quienes nada puede expresarse de manera tan clara que no lo malinterpreten o tergiversen, debemos añadir una palabra, en caso de que puedan entender incluso esto. Hay muchísimas personas que, al oír hablar de esta libertad de la fe, de inmediato la convierten en ocasión para la licencia. Piensan que todo les es ahora lícito, y no quieren mostrar que son hombres libres y cristianos de otra forma que no sea mediante su desprecio y censura de ceremonias, de tradiciones y de leyes humanas; como si fueran cristianos simplemente porque se niegan a ayunar en días señalados, o comen carne cuando otros ayunan, u omiten las oraciones acostumbradas; burlándose de los preceptos de los hombres, pero pasando por alto por completo todo lo demás que pertenece a la religión cristiana. Por otro lado, son combatidos con tenaz insistencia por aquellos que buscan la salvación únicamente mediante la observancia y reverencia de ceremonias; como si fueran salvos solamente por ayunar ciertos días, o abstenerse de carne, o hacer oraciones formales, hablando en voz alta de los preceptos de la Iglesia y de los Padres, sin importarles en lo más mínimo las cosas que pertenecen a nuestra fe genuina. Ambas partes son claramente culpables, pues, mientras descuidan las cosas que son esenciales y necesarias para la salvación, discuten ruidosamente sobre aquellas que son triviales y no necesarias.

¡Cuánto más correctamente nos enseña el Apóstol Pablo a caminar por el camino intermedio, condenando ambos extremos, y diciendo: “El que come, no menosprecie al que no come; y el que no come, no juzgue al que come!” (Romanos 14:3) Ves aquí cómo el Apóstol reprende a quienes, no por piedad, sino por mero desprecio, descuidan y ridiculizan las observancias ceremoniales; y les enseña a no menospreciar, ya que “el conocimiento envanece.” También enseña a los obstinados defensores de estas cosas a no juzgar a sus oponentes. Porque ninguna de las dos partes observa hacia la otra esa caridad que edifica. En este asunto debemos escuchar la Escritura, que nos enseña a no desviarnos ni a derecha ni a izquierda, sino a seguir esos rectos preceptos del Señor que alegran el corazón. Porque así como un hombre no es justo meramente porque sirve y se dedica a obras y ritos ceremoniales, tampoco será considerado justo solo porque los descuida y desprecia.

No es de las obras que somos liberados por la fe en Cristo, sino de la creencia en las obras, es decir, de presumir neciamente que podemos ser justificados por medio de ellas. La fe redime nuestras conciencias, las endereza y las preserva, ya que por ella reconocemos la verdad de que la justificación no depende de nuestras obras, aunque las buenas obras no pueden ni deben faltar a ella; así como no podemos existir sin alimento y bebida y todas las funciones de este cuerpo mortal. Sin embargo, no es en ellas donde se basa nuestra justificación, sino en la fe; y no por ello deben ser despreciadas o descuidadas. Así, en este mundo estamos sujetos a las necesidades de esta vida corporal; pero no por eso somos justificados. “Mi reino no es de aquí, ni de este mundo”, dice Cristo; pero no dice: “Mi reino no está aquí, ni en este mundo.” Pablo también dice: “Aunque andamos en la carne, no militamos según la carne.” (2 Corintios 10:3); y: “Lo que ahora vivo en la carne, lo vivo en la fe del Hijo de Dios.” (Gálatas 2:20) Así, nuestras acciones, vida y ser, en obras y ceremonias, se hacen por las necesidades de esta vida, y con el propósito de gobernar nuestros cuerpos; pero no somos justificados por estas cosas, sino por la fe en el Hijo de Dios.

Por tanto, el cristiano debe caminar por el sendero medio, y tener ante sus ojos a estos dos tipos de hombres. Puede encontrarse con ceremonialistas endurecidos y obstinados que, como áspides sordos, se niegan a escuchar la verdad de la libertad, y ensalzan, imponen y nos exigen sus ceremonias, como si pudieran justificarnos sin fe. Tales fueron los judíos de antaño, que no quisieron entender para poder obrar bien. A estos debemos resistir, hacer justo lo contrario de lo que hacen, y tener el valor de escandalizarlos, no sea que con su impía noción engañen a muchos junto con ellos. A la vista de estos hombres, es conveniente comer carne, romper los ayunos y hacer, en favor de la libertad de la fe, cosas que ellos consideran los mayores pecados. Debemos decir de ellos: “Dejadlos; son ciegos, guías de ciegos.” (Mateo 15:14). De esta manera también Pablo no quiso que Tito fuera circuncidado, aunque estos hombres lo exigían; y Cristo defendió a los apóstoles que arrancaron espigas en sábado; y hay muchos casos semejantes.

O bien podemos encontrarnos con personas sencillas e ignorantes, débiles en la fe, como los llama el Apóstol, que todavía no pueden comprender esa libertad de la fe, aunque estén dispuestos a hacerlo. A estos debemos tenerles paciencia, para que no se escandalicen. Debemos soportar su debilidad, hasta que sean instruidos más plenamente. Porque, ya que estos hombres no actúan así por malicia endurecida, sino solo por debilidad de fe, por eso, para evitar escándalo, debemos guardar los ayunos y hacer otras cosas que ellos consideran necesarias. Esto nos lo exige la caridad, que no daña a nadie, sino que sirve a todos los hombres. No es culpa de estas personas que sean débiles, sino de sus pastores, que, por medio de las trampas y armas de sus propias tradiciones, los han llevado a la esclavitud y han herido sus almas, cuando deberían haber sido liberados y sanados por la enseñanza de la fe y la libertad. Así dice el Apóstol: “Por lo cual, si la comida es ocasión de caer a mi hermano, no comeré carne jamás.” (1 Corintios 8:13). Y también: “Yo sé, y confío en el Señor Jesús, que nada es impuro en sí mismo; pero para el que piensa que algo es impuro, para él lo es... Es malo que un hombre haga tropezar a otro por causa de la comida.” (Romanos 14:14, 20).

Así, aunque debemos resistir con valentía a esos maestros de tradiciones, y aunque esas leyes de los pontífices, por las cuales hacen incursiones contra el pueblo de Dios, merecen dura reprensión, sin embargo, debemos tener compasión de la multitud tímida, que está cautiva bajo las leyes de esos impíos tiranos, hasta que sean liberados. Pelea con vigor contra los lobos, pero en favor de las ovejas, no contra ellas. Y esto puedes hacerlo arremetiendo contra las leyes y sus legisladores, y sin embargo, observando estas leyes junto a los débiles, para no escandalizarlos, hasta que ellos mismos reconozcan esa tiranía como tal, y comprendan su propia libertad. Si deseas usar tu libertad, hazlo en secreto, como dice Pablo: “¿Tienes fe? Tenla para contigo delante de Dios.” (Romanos 14:22). Pero cuida de no usarla en presencia de los débiles. Por el contrario, en presencia de los tiranos y opositores obstinados, usa tu libertad en su propio perjuicio, y con la mayor firmeza, para que también comprendan que ellos mismos son tiranos, y que sus leyes son inútiles para la justificación; es más, que no tenían derecho de establecer tales leyes.

Ya que no podemos vivir en este mundo sin ceremonias y obras; ya que la etapa ardiente e inexperta de la juventud necesita ser restringida y protegida por tales ataduras; y ya que cada uno está obligado a mantener su propio cuerpo bajo control mediante la atención a estas cosas; por eso el ministro de Cristo debe ser prudente y fiel al gobernar y enseñar al pueblo de Cristo en todos estos asuntos, de modo que no brote entre ellos ninguna raíz de amargura, y así muchos sean contaminados, como Pablo advirtió a los hebreos; es decir, que no pierdan la fe y comiencen a contaminarse creyendo que las obras justifican. Esto es algo que sucede con facilidad y contamina a muchos, a menos que la fe sea constantemente enseñada junto con las obras. Es imposible evitar este mal cuando se guarda silencio sobre la fe y solo se enseñan las ordenanzas humanas, como se ha hecho hasta ahora por las pestilentes, impías y destructoras tradiciones de nuestros pontífices, y por las opiniones de nuestros teólogos. Un número infinito de almas han sido arrastradas al infierno por estas trampas, de modo que puedes reconocer en ello la obra del Anticristo.

En resumen, así como la pobreza está en peligro entre las riquezas, la honestidad en medio de los negocios, la humildad en medio de los honores, la abstinencia en medio de los banquetes, la pureza en medio de los placeres, así también la justificación por la fe está en peligro entre las ceremonias. Salomón dice: “¿Tomará el hombre fuego en su seno sin que sus vestidos ardan?” (Proverbios 6:27). Y sin embargo, así como debemos vivir entre riquezas, negocios, honores, placeres, festines, así también debemos vivir entre ceremonias, es decir, entre peligros. Así como los niños pequeños necesitan con urgencia ser cuidados en los brazos y bajo la atención de las muchachas, para que no mueran, y sin embargo, cuando crecen, hay peligro para su salvación al vivir entre ellas; así también los jóvenes inexpertos y fervorosos necesitan ser contenidos y restringidos por las barreras de las ceremonias, aun si fueran de hierro, para que su mente débil no se precipite ciegamente en el vicio. Y sin embargo, sería muerte para ellos perseverar creyendo que pueden ser justificados por estas cosas. Más bien deben ser enseñados que han sido así restringidos, no con el propósito de ser justificados o de obtener mérito de este modo, sino para que eviten el mal y sean instruidos con mayor facilidad en esa justicia que es por la fe; cosa que el carácter precipitado de la juventud no soportaría, a menos que estuviera bajo sujeción.

Por tanto, en la vida cristiana, las ceremonias no deben ser consideradas de otro modo que como lo hacen los constructores y obreros con las preparaciones para edificar o trabajar, que no son hechas con la intención de ser permanentes o de ser algo en sí mismas, sino solo porque sin ellas no podría haber edificación ni trabajo. Cuando la obra está terminada, se dejan de lado. Aquí ves que no despreciamos estas preparaciones, sino que las valoramos grandemente; despreciamos la creencia en ellas, porque nadie piensa que constituyan una estructura verdadera y permanente. Si alguien estuviera tan evidentemente fuera de sus cabales como para no tener otro objetivo en la vida más que el de preparar constantemente estas cosas con todo gasto, diligencia y perseverancia, sin pensar nunca en la estructura misma, sino complaciéndose y gloriándose en estos preparativos inútiles, ¿no lo compadeceríamos todos por su locura, y pensaríamos que, con ese gasto malgastado, podría haberse levantado algún gran edificio?

Así también nosotros no despreciamos las obras y ceremonias; al contrario, las valoramos enormemente; pero despreciamos la creencia en las obras, que nadie debe considerar como constitutivas de la verdadera justicia; como lo hacen esos hipócritas que emplean y malgastan toda su vida en la persecución de obras, y sin embargo, nunca alcanzan aquello por lo cual las obras se hacen. Como dice el Apóstol, “siempre están aprendiendo, y nunca pueden llegar al conocimiento de la verdad.” (2 Timoteo 3:7). Parecen desear construir, hacen preparativos, y sin embargo nunca edifican; y así continúan en una apariencia de piedad, pero jamás alcanzan su poder.

Mientras tanto, se complacen a sí mismos con esta búsqueda fervorosa, e incluso se atreven a juzgar a todos los demás, a quienes no ven adornados con tal ostentoso despliegue de obras; mientras que, si hubieran sido imbuidos de fe, podrían haber hecho grandes cosas para su propia salvación y la de otros, con el mismo esfuerzo que ahora desperdician en abusar de los dones de Dios. Pero dado que la naturaleza humana y la razón natural, como la llaman, son naturalmente supersticiosas y prontas a creer que la justificación puede alcanzarse por cualquier ley u obra que se les proponga; y ya que la naturaleza también se ejercita y confirma en esta visión por la práctica de todos los legisladores terrenales, nunca puede, por su propio poder, liberarse de esta esclavitud de las obras y llegar a reconocer la libertad de la fe.

Por eso necesitamos orar para que Dios nos guíe y nos haga enseñados por Él, es decir, dispuestos a aprender de Él; y que Él mismo, como ha prometido, escriba Su ley en nuestros corazones; de otro modo, no hay esperanza para nosotros. Porque, a menos que Él mismo nos enseñe interiormente esta sabiduría oculta en misterio, la naturaleza no puede sino condenarla y juzgarla como herética. Tropieza con ella, y le parece necedad; tal como vemos que ocurrió antiguamente con los profetas y apóstoles; y como lo hacen ahora los pontífices ciegos e impíos, con sus aduladores, en mi caso y en el de quienes son como yo; sobre los cuales, junto con nosotros, tenga Dios finalmente misericordia, y haga resplandecer el rostro de Su rostro sobre ellos, para que conozcamos Su camino en la tierra y Su salvación entre todas las naciones, quien es bendito por los siglos. Amén. En el año del Señor MDXX.